“…tiempo para mirar un
árbol un farol
para andar por el filo del descanso
para pensar qué bien hoy es invierno
para morir un poco
y nacer enseguida
y para darme cuenta
y para darme cuerda
preciso tiempo el necesario para
chapotear unas horas en la vida”
para andar por el filo del descanso
para pensar qué bien hoy es invierno
para morir un poco
y nacer enseguida
y para darme cuenta
y para darme cuerda
preciso tiempo el necesario para
chapotear unas horas en la vida”
-Mario Benedetti
A mi regreso de mi
intercambio en París, mis amigos y familia me piden que les cuente a detalle
qué hice, cómo me fue. Nunca encuentro más palabras que un “Muy bien”, “muy
padre”. No es posible relatar una experiencia así: una experiencia que me
estremeció y conmovió hasta lo más profundo de mí misma. No puedo tomarme un
café con alguien y relatar a manera de crónica, mes con mes y día con día lo
que hice y a quién conocí, sin que suene vacío o incompleto. Quise escribir
este texto para al menos intentar expresarles lo que representó para mi vida
esta experiencia. Me parece que les debo este escrito pues cualquier cosa que
pueda contarles cuando los vea no hará justicia a lo que en verdad quiero decir.
Busco palabras para
expresar lo que siento y pienso sobre los cinco meses fuera de casa. Encuentro que
las palabras más apropiadas son de alguien más. Mis cinco meses en París fueron
ese “Tiempo sin tiempo” que Benedetti clama en su poema. A tan solo un mes de
haber vuelto a casa, París me parece lejano, brumoso, perdido y sin embargo
siempre presente. A muchos amigos les he dicho que regresar y ver todo tan
igual a como lo dejé, me hace pensar sobre mi tiempo allá como si hubiera sido
un sueño muy largo. Pasaron cinco meses y el mundo siguió girando en mi
ausencia: Daniela terminó su año escolar, mi papá se cambió de trabajo, Mariana
dio un gran brinco en el progreso de su terapia, ¡mi mamá se compró un iPhone y
abrió su cuenta de Twitter! Todos esos detalles me indican y me recuerdan que
en esos cinco meses el tiempo sí corrió. Pero en París, para mí, se detuvo. Se
detuvo y siguió corriendo. Se fue tan aprisa pero sucedió con tanta calma…
Tuve “tiempo para mirar
un árbol o un farol”. Estar en una ciudad tan rica y conmovedora como París me
permitió pararme en cada detalle, cada árbol, cada edificio, cada museo, cada
instante. Los viajes que tuve la bendición de hacer me hicieron maravillarme de
todo mi alrededor. Italia me maravilló por su arte, por su historia, por su
comida y por su gente. El viaje me permitió hacerme de amistades de otros
países y de empezar a saborear todo lo que implica una experiencia como el
intercambio. Marruecos fue inolvidable, en ese viaje me percaté de mi pequeñez.
La maravilla de recorrer las carreteras y ver los cambios de vegetación, de ver
las montañas del Atlas, de ver las estrellas en el Sahara, de darte cuenta de
que los hábitos y costumbres no son más que eso, de que hay gente que vive de
manera tan distinta e igualmente grandiosa. Percatarse de que en el fondo somos
tan compleja y a la vez tan simplemente humanos. Por otro lado, la compañía que
tuve en este viaje fue mi familia mexicana que conocí en París, lo que lo hizo
doblemente disfrutable. Barcelona me fascinó por su ambiente y su versatilidad
y, tal como la recordaba, por Gaudí. Finalmente, Inglaterra me permitió—con Oxford
y Cambridge—hacer un último viaje que además de divertido por la compañía que
tuve allí, muy oportunamente me dejó con ganas de más aprendizaje. Londres,
aunque corto, fue especial por el reencuentro con mi familia, y fue el primer
recordatorio de que—feliz y tristemente para mí en ese momento—pronto iba a
volver.
Pero cuando no viajé,
tuve tiempo “para andar por el filo del descanso, para pensar qué bien hoy es
invierno”. Cuando me quedé en París, ponía atención a cada trayecto en el
metro, cada ida a la escuela, cada conversación, cada caminata y cada respiro.
Tuve tiempo de pensar en todo y de no pensar. Tuve la oportunidad de
impregnarme de otras culturas y de otro idioma, de observar otras formas de
enseñar y aprender. Tuve la fortuna de conocer gente valiosa que pronto volveré
a ver y otros con los que espero la vida me permita volver a coincidir. Tuve
tiempo “para morir un poco, y nacer enseguida, y para darme cuenta, y para
darme cuerda”.
Ahora que estoy de nuevo
en México, en la escuela y en el subir y bajar de mi vida diaria, contrario a
lo que muchos me han dicho, no deseo en este momento poder seguir allá. Desde
luego que, de haber tenido la oportunidad, la hubiera tomado sin titubear y
seguramente este mes hubiera sido enriquecedor de una manera muy distinta a lo
que ha sido el mes después de mi regreso. Pero regresar me ha hecho valorar más
de lo que ya lo hacía lo mucho que disfruto mi vida. Después de esa gran
bocanada de aire fresco, volver a mi andar me ha hecho confirmar que el camino
que he decidido para mi vida es el que quiero y lo quiero seguir trazando.
Claro que es bellísimo tener “tiempo sin tiempo”, para enriquecerse en todas
las maneras que acabo de describirles, pero ese tiempo es una pausa—necesaria,
breve, grandiosa—para después continuar andando por la vida y echar a correr el
tiempo de nuevo, con otros ojos. Regresar
ahora fue el momento preciso. Así como regresar uno o dos meses después, de
haber podido, también hubiera sido el momento preciso. Sí, cinco meses no es
mucho tiempo, pero vean para cuántas cosas tuve tiempo. Agradezco a Dios, a mis
papás y a mi misma haberme permitido esta oportunidad y haberme dado el tiempo
necesario "para chapotear unas horas en la vida”.